martes, marzo 29, 2005

Un par de horas en mi pueblo

Hace pocos días regresé por un par de horas a mi pueblo, un puñado de casas que echaron raíces en el extremo norte de un valle de los Andes. Un pueblo frío donde hasta hace muy pocos años todo parecía congelado, hasta la vida misma. Allí solo se moría uno de viejo, o de tristeza de vez en cuando. Pero todo cambió, como cambiaron muchas cosas en muchos pueblos de Colombia. Para empezar, el pueblo se volvió caliente gracias a los fuegos cruzados de los militantes de la muerte: los ejércitos de todos los bandos. Seguidamente se volvió fantasma: sus calles están vacías. Después se volvió mudo y ciego: nadie habla, nadie ve. Y por último se tornó gris oscuro: ya casi no sale el sol y las cosechas y los ganados se echaron a perder. Pregunté por los viejos y las ancianas conocidas, pregunté por mis compañeros de letras, disciplina y juegos de la escuela, pregunté por mis cómplices y por mis primeras novias. No los encontré. Unos muertos de hastío, otras (las más viejas) muertas de cansancio de tantos viajes de ida y vuelta al cementerio, otros muertos de bala a corta distancia, otras (las más jóvenes) con tanta viudez en sus entrañas que se volvieron ausentes del destino, y otros tantos exiliados por la fuerza y no por voluntad propia. Tengo la boca amarga, pues hace pocos días regresé por un par de horas a mi pueblo.